Vida monástica

Un camino de escucha

A finales del siglo tercero, cuando el cristianismo se empieza a tornar religión oficial, los monjes, siguiendo la tradición de san Antonio, empiezan a invadir las soledades del desierto, especialmente en Egipto.
¿Qué van buscando? Son cristianos inconformistas que quieren vivir el Evangelio a tope, con radicalidad, sedientos de un encuentro personal con Dios. El silencio, la soledad, la austeridad del desierto… invitaban a esa escucha interior.


Al principio se trataba de verdaderos solitarios, eremitas, luego nacieron nuevas formas de vida comunitaria con san Pacomio, san Basilio y san Agustín en los siglos IV y V.

San Benito, en el siglo VI, recoge esta rica herencia y con un extraordinario don de síntesis da forma al monacato occidental.

Así comienza Benito la Regla de los monjes: Escucha, hijo, los preceptos de un padre entrañable e inclina el oído de tu corazón (RB Prol 1).

Monje es aquel que está separado de todos y unido a todos (Evagrio Póntico).

El monje o la monja es alguien que busca la soledad porque necesita entrar en comunión con Dios y con los hombres. Su “experiencia de Dios” no es sólo para ser gustada por dentro o interiormente, sino para ser comunicada al mundo. En la vida del monje juegan siempre la soledad hecha comunión, el silencio hecho palabra, la oración hecha compromiso.

El monasterio es el lugar donde la monja se ha comprometido con una comunidad monástica concreta, en el tiempo y en el espacio; en ella vivirá su vocación monástica que es obra de Dios. Desde el día de su profesión se le considera ya como uno de la comunidad y por tanto, hecho monje (RB 58,23).

En la vida de comunidad nos congrega una sed común, una misma fe, un mismo deseo de buscar a Dios y hacer realidad las actitudes de Jesucristo bajo la guía del Evangelio. Una comunidad que experimenta luces y sombras, soledad y comunión, camino de búsqueda y encuentro; con vocación eminentemente profética que hace vida estas palabras de Isaías: “Así estoy yo, Señor, en atalaya, sin cesar todo el día, y me quedo en mi puesto toda la noche” (Is 21, 8).

Desde el amanecer hasta el anochecer la vida monástica benedictina es una vida sencilla en la cual a través de la oración en la lectio divina y el oficio litúrgico, el trabajo, la vida fraterna y la acogida, la monja busca incansablemente a Cristo.

Son valores claves de la Regla de san Benito el buscar a Dios en Cristo, la síntesis entre unidad y diversidad, el sentido de paz y armonía en todo, la corresponsabilidad, el carácter familiar de la fraternidad monástica, la sencillez, la discreción y el humanismo evangélico. Además de la Regla, la monja está a la escucha de la abadesa, que hace las veces de Cristo en el monasterio (RB 2,2) y que con su palabra y estímulo la orienta en el crecimiento de su seguimiento de Cristo y en la comunión de corazón con las hermanas.

Nuestra vida no es pues, un método solitario de superación personal, sino la entrega en total gratuidad de personas que intentan vivir y amar, compartiendo un mismo ideal con las hermanas de comunidad, en la respuesta a la llamada que un día nos hizo Jesucristo y que no deja de ser también una escuela de fortaleza, perdón y maduración. Este aprendizaje en la escucha diaria, dura toda la vida y se abre siempre a nuevos horizontes.

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